lunes, 10 de mayo de 2010

"Enrique de Ofterdingen", Novalis





“Los demás han oído lo mismo que yo, y a nadie le ha ocurrido lo que me está ocurriendo a mí. ¡Ni yo mismo soy capaz de hablar del extraño estado en que me encuentro! A menudo es tan grande su encanto... y aunque no tengo ante mis ojos la Flor me siento arrastrado por una fuerza íntima y profunda: nadie puede saber lo que esto es ni nadie lo sabrá nunca. Si no fuera porque lo estoy viendo y penetrando todo con una luz y una claridad tan grandes pensaría que estoy loco; pero desde la llegada del extranjero todas las cosas se me hacen mucho más familiares. Una vez oí hablar de tiempos antiguos, en los que los animales, los árboles y las rocas hablaban con los hombres *. Y ahora, justamente, me parece como si de un momento a otro fueran a hablarme, y como si yo pudiera adivinar en ellas lo que van a decirme. Debe de haber muchas palabras que yo todavía no sé; si supiera más palabras podría comprenderlo todo mucho mejor. Antes me gustaba bailar; ahora prefiero pensar en la música.»”
(NOVALIS, Capítulo 1 de “Enrique de Ofterdingen”)

He escogido justamente este fragmento porque he considerado que contenía muchos de los elementos característicos, y comunes, de las novelas de formación, a parte de representar el inicio de las inquietudes que moverán al protagonista a realizar su viaje de formación.
En las primeras líneas de este fragmento, cuando Enrique se siente sorprendido por el hecho de que las palabras que había escuchado del forastero (ese que representa alguien que viene de fuera, alguien que ya ha vivido y visto más que él), pese a ser las mismas que escucharon los demás, sólo habían ese efecto en él, precisamente en él y no en otro, y se pone de manifiesto el reconocimiento de la excepcionalidad del personaje, como en toda novela de formación, al mismo tiempo que aparece también la imposibilidad de compartir esa sensación con alguien más, y es en este momento cuando se empieza a intuir el nacimiento del héroe, aunque todavía está por empezar ese viaje que lo llevará al autoconocimiento.
La motivación que le impulsa a emprender ese largo camino, viene representada, en este caso, por una belleza incomprensible, por ahora, de una flor azul. Es el objetivo, la metafórica finalidad de su viaje. Todo héroe de novela de formación debe encontrar un destino que le motive, y ese destino debe ser algo romántico, relacionado con la naturaleza, con el más allá de lo “normal”, con la sublime belleza del mundo encantado.

Estas primeras reflexiones se desarrollan mientras el protagonista se encuentra en la cama, a punto de dormir. Momento en que los románticos siempre han definido como un momento de mayor lucidez. Momento inicial de la vigilia en el que dialogamos, en silencio, con nosotros mismos y, paradójicamente, despertamos aquellos pensamientos más profundos y a su vez todas las inquietudes e incomprensiones más metafísicas de la vida no visible, por eso Enrique describe ese estado como un estado de ebria lucidez, evitando pensar en que pudiera ser una manifestación de la locura, pese a no entender el por qué de sus pensamientos.

Constantemente, a lo largo de la obra, se mantiene la metáfora de la naturaleza, como si el protagonista quisiera escuchar en encanto que encierra el mundo y esa naturaleza para escaparse de lo estrictamente terrenal, de lo referente a la racionalidad, a aquello que le genera ese malestar e insatisfacción en una vida que no entiende.

La última frase del fragmento podríamos decir que resume todo el párrafo, dejando clara su “oposición” a la racionalidad que hasta ahora le hacía bailar sin sentido, como un simple movimiento de las articulaciones sin comprender el sentido ni la finalidad, pero ahora se dejará guiar por esa parte menos manifiesta de la forma de entender la música, las melodías de la vida, por aquella parte que va más allá de lo explicable, de lo racional, para comprender en su totalidad todo lo que le rodea y disfrutar del encanto que le proporcionarán todos sus sentidos.
A partir de ese momento Enrique se queda dormido y empieza un doble viaje onírico. En el segundo de ellos, se cumplen sus deseos de ver a la simbólica flor azul, de escuchar a la naturaleza y entenderla para entenderse a si mismo, pero el sueño se interrumpe para volver de nuevo a la realidad, como siempre acaba sucediendo, por mucho que intente uno evadirse esporádica y temporalmente de la realidad. Eso le recuerda que sigue viviendo en el mundo real y que, en cierto modo, necesita trasportarse en el tiempo a través de esta realidad para poder verla con otros ojos tras su formación, y poder vivir despierto un sueño constante viviendo en la realidad que tanto le pesa.

Este momento de despertar, se puede interpretar también como un ánimo de enfatizar la “vida nocturna romántica” que lleva el protagonista, enfrentándola o contraponiéndola a la vida diurna, la vida de la realidad, de lo “normal”, eso de lo que tanto pretende ahora escapar, por eso su padre le dice, más adelante, que no ha podido empezar a trabajar porque su hijo dormía y no quería despertarlo. Esto se puede entender también como la diferencia entre el trabajo psicológico o metafísico de Enrique, el de la vida nocturna, con el trabajo físico del padre, el de la vida diurna.

Con este despertar y con la lucidez de la noche anterior, y gracias al viaje onírico que ha potenciado sus ganas de emprender ese viaje de formación para encontrarse con la belleza de la naturaleza, el futuro héroe empezará el viaje con altibajos constantes que le harán aprender, sobretodo, en los momentos que esté en la parte más baja para remontar de nuevo el vuelo. Ahí es donde realmente él, y cualquier personaje de las novelas de formación, encontrará su verdadero aprendizaje y se acercará a aquello que tan anhelado: la autocomprensión.

1 comentario:

  1. Excelente, aunque no me gustó mucho la novela, es una fiel representante del ideal del romanticismo.

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